May 5, 2015

LA BIBLIOTECA

Reproduzco aquí mi cuarta columna de la serie Cosmópolis publicada el 17 de febrero de 2015 en la revista CTXT. Aquí el link al artículo original.

Es un sonido gutural, doloroso, como ese aullido roto e histérico de los zorros en celo que a veces te sobresalta en medio de la noche en Londres. Se mezcla con sonidos molestos de fluidos inconfundiblemente humanos, seguidos de un suspiro. Después, el silencio vuelve a invadirlo todo. Él también acude a la biblioteca todos los días. Podría tener setenta años aunque quizás tenga cincuenta, o sesenta. Sus canas pegajosas, su gabardina negra y sucia y sus gafas con muchas dioptrías sugieren que la vida le ha querido poco y le ha robado años. Solo lee periódicos y a una distancia peligrosamente cercana a sus ojos. Pero la mayoría de las veces es su cara la que está pegada a las noticias impresas, siestas largas sobre el Daily Telegraph que agradezco inmensamente porque los quejidos intermitentes de su cuerpo me obligan a pensar en demasiadas cosas que no quiero.

Trabajo a diario en una biblioteca de barrio en Londres porque mi hija aún no entiende que su madre, como todo periodista freelance, trabaje en casa así que me toca huir. Dicen que las bibliotecas están destinadas a extinguirse, como los videoclubs. Es difícil ver a alguien con un libro en la mano. La mayoría de mis compañeros de planta son estudiantes que acuden allí con su ordenador y que rara vez consultan el papel. Todo lo buscan online, como yo. Mientras, las estanterías acumulan polvo. Yo lo prefiero al olor a café requemado de Starbucks, la nueva biblioteca para freelances de la era de la globalización. Es cuestión de gustos y de silencios (interruptus).