Este artículo lo publiqué en El Confidencial tras la muerte de Lou Reed el pasado 27 de octubre. Lo recupero porque sin duda es carne de Crónicas Barbaras.
Lou Reed en chandal.
"La muerte se sienta en el trono, completamente sola, de una ciudad a orillas del mar. New York City". Son palabras de Lou Reed, escritas en el prólogo del libro The Raven, ilustrado por Mattotti, uno de sus últimos trabajos. El domingo la muerte vino a buscarle y desde el trono de la ciudad que siempre será sinónimo de Lou Reed, se lo ha llevado. Tenía 71 años y ni él mismo entendía cómo había conseguido vivir tanto tiempo. Para un tipo que se casó con la heroína y la convirtió en himno generacional cuatro décadas antes, cada día ha debido de resultar un regalo, aunque la hubiera abandonado hace unos años.
Yo ni siquiera había nacido cuando editó su primer disco, The Velvet Underground & Nico, ese clásico con un plátano en la portada firmado por Andy Warhol que hoy es, por dentro y por fuera, carne de coleccionista. Pero con los años vas descubriendo los tesoros del pasado y sí, disfruté mucho escuchando a ese primer Lou Reed y como mucha gente, tuve una etapa obsesiva en la que Perfect Day sonaba en ‘loop’ en mi cabeza.
Cuando me mudé a Nueva York lo disfruté un poco menos ya que el mito se derrumbó deprisa. Lou Reed solía ser uno de los nombres recurrentes en todo sarao con reivindicaciones de izquierdas: contra la guerra de Irak, contra Bush, a favor de la educación, a favor del matrimonio gay, a favor de Obama… En Nueva York siempre hay una buena excusa para montar algún concierto solidario con múltiples estrellas: es fácil, muchas viven allí. Y algunas como Lou Reed o Moby o Susan Sarandon, parecían tener carné de ‘estrella disponible para protestas varias’.
Al principio me apuntaba siempre que aparecía la oportunidad: la idea de ver a Lou Reed en directo en su ciudad era demasiado suculenta. Lo malo es que Lou Reed solía ser una estrella desganada y cada vez que se subía a un escenario daba la sensación de que nos estaba perdonando la vida. Verle cantar Walk on the wild side con cara de aburrimiento da mucho bajón. Parecía que se le hubiera apagado el alma. Sobre aquellos escenarios no había rastro de ella.
Además no me gusta la gente antipática y él a menudo lo era con su público. Su tiempo como músico de la Velvet había pasado pero ni Lou Reed ni Nueva York parecían darse por aludidos y ambos insistían en seguir cantándole al pasado en aquellos eventos corales. Error. Sí le vi tocando feliz, ensimismado, en las pequeñas jam sessions que montaba John Zorn en lugares como el Anthology Film Archives, la filmoteca creada por el cineasta experimental Jonas Mekas en el East Village. Pero esas sesiones, aunque con público –se organizaban de improviso y a veces no acudían ni veinte personas- eran sesiones no aptas para todos los oídos. A veces podían ser extraordinarias y otras un soberano tostón si no entrabas de lleno en la onda experimental. Para los músicos en cambio eran el éxtasis y Lou Reed, que allí sólo tocaba su guitarra, parecía alcanzarlo. Tocaba para él, no para nosotros.
Sólo recuerdo una vez que me estremeciera y curiosamente no fue con la música sino con la poesía; más concretamente con la ¡poesía catalana traducida al inglés! En el año 2007, en uno de esos movimientos promocionales geniales de los catalanes, el Institut Ramon Llul le invitó junto a Patti Smith y Laurie Anderson (otros dos mitos indiscutiblemente neoyorquinos) a dar un recital de poesía catalana (Casasses, Miquel Martí y Pol, Carner…) en el centro cultural Baryshnikov y contra todo pronóstico, aquello se convirtió en una velada mágica. Incluso con su barriga y su cara de sabueso enfadado Lou Reed consiguió hacernos viajar con la palabra, aunque confieso que fueron Patti Smith y Laurie Anderson, su compañera sentimental en las últimas dos décadas, las que realmente nos hicieron soñar aquella noche.
Cuando empecé a escribir desde Nueva York descubrí que toda la generación de jefes de cultura de todos los medios españoles sentía absoluta veneración por el triunvirato neoyorquino Lou Reed-Woody Allen-Paul Auster. Supongo que es una cuestión generacional. A ninguno de los tres se les prestaba demasiada atención en su país cuando se embarcaban en algún proyecto nuevo pero cualquier cosa que hicieran siempre se convertía en noticia para España así que a menudo escribía sobre ellos y un día llegó la primera entrevista con Lou Reed.
Fue en 2002. El músico acababa de editar el disco The Raven, un fascinante viaje sonoro a través de la poesía de Edgar Allan Poe pero reinterpretado por él. La entrevista me la pidió la revista Rolling Stone. Me puse nerviosísima. Aún no había visto a Lou Reed en directo. Aún creía en el mito. Aún era bastante inexperta. Pasé muchos días preparándola y descubriendo, aterrorizada, que tenía fama de ser muy antipático con la prensa. Pero tuve suerte: entré en el despacho de una pequeña discográfica cuyo nombre no recuerdo en la calle Broadway y Lou Reed me recibió sentado sobre su mesa y con una sonrisa. Me derretí: en el año 2002 aún era un señor bastante atractivo, algo que nunca había pensado viéndole en fotos. Y resulta que yo me parecía a una antigua novia suya, eso fue lo primero que me dijo. Supongo que le puso de buen humor. Así que gracias a esa novia Lou Reed no me maltrató. Fue ameno, agradable, locuaz y aunque hubo algún brevísimo atisbo de hosquedad, la entrevista fue rodada. Salí de aquel despacho con la sensación de haber tocado el cielo.
Pasaron ocho años aunque más para Lou Reed que para mí. El cambio de los 60 a los 68 es más cruel que de los 28 a los 36. Y pese a la experiencia que dan los años, cometí un error: me confié. Acudí a mi segunda cita con Lou Reed, esta vez para El País, pensando que como la primera vez había ido bien también sería así la segunda. Pero no. Aquel encuentro fue una pesadilla. Ya no debía de quedar en mí ni rastro de esa antigua novia suya y él… ¿qué puedo decir? De repente vi a un señor en chándal y zapatillas con el rostro de Lou Reed y esa imagen me cortocircuitó. Zapatillas de andar por casa en el restaurante de la esquina de su apartamento.
En Nueva York no es raro que bajes a comprar leche en zapatillas. Yo lo he hecho. Pero no sé… ver a Lou Reed con ese aspecto tan de abuelo, caminando despacito, me dolió. Claro que cuando empecé a hacerle preguntas y empezó a darme cortes, a hablarme sin ganas, en monosílabos, con desprecio, la tristeza mutó en cabreo. Estuve a punto de levantarme varias veces y dejarle ahí, rumiando ensalada. Sé que a él le hubiera dado igual. Al menos aquel día, los humanos que nos lo cruzamos, incluida la camarera que le servía, éramos el equivalente a insectos miserables. El encuentro fue muy breve. La entrevista fue un fracaso. Y me hizo pensar en Laurie Anderson, con la que conversé varias horas hace años, una especie de duendecillo feliz en las antípodas del carácter de su marido. Quién sabe por qué esa bellísima persona se enamoró de ese talento de alma oscura llamado Lou Reed. Hoy su sonrisa traviesa estará escondida tras las tristeza de la pérdida. Quizás había que ser alguien tan especial como ella para adentrarse en su mundo. Pese a todo, fue generoso. Nos dejó su música. Y a algunos, pequeños y estúpidos recuerdos.