May 19, 2012

CANNES: CARA B.



El Festival de cine de Cannes tiene muchas caras. La oficial es la de las estrellas guapas, las alfombras rojas, las secciones oficiales, las fiestas, los jurados sofisticados, los directores metepatas y la prensa especializada, que pontifica o mata, según los gustos personales de cada cual. Pero hay otra cara menos glamurosa: la de los cerca de 4000 cineastas que acuden con sus películas al Marché du Cannes, donde la competencia es realmente feroz y donde, en la lucha por conseguir un contrato de distribución o un agente, el cineasta novel que no llega avalado por una gran productora, está completamente solo. Aunque pocos lo están tanto como Erik Eger hace dos años, cuando consiguió que su película A hundred years of evil fuera seleccionada para estar en el que se considera el mayor mercado de cine del mundo, por donde en estos días circularán 10.000 profesionales, 4000 títulos y habrá 1500 proyecciones. Al mercado acuden nombres muy importantes de la industria con directores y estrellas igual de importantes que los del festival pero también mucha gente anónima para esa industria, como Erik, que tuvo la osadía de inscribirse, ser aceptado y presentarse en 2010 arruinado y sin ningún contacto pero arropado  por su actor principal, su compositor y su novia, (¡qué sería de los directores sin sus novias!), una pintora que pagó el alquiler del apartamento cochambroso en las afueras de Cannes en el que se hospedaron con uno de sus cuadros. 

Tengo que admitir que a Erik le conozco y le quiero: trabajé en el primer cortometraje de este sueco con alma de vasco (vivió en San Sebastián muchos años) en el año 2000, una irónica reflexión sobre el mundo del arte en 16mm titulada The Artist (sí, un título tan común que hasta tiene oscar). Lo conseguimos llevar a la pantalla con apenas 4000 dólares, un milagro de producción que repetimos haciendo juntos dos vídeos de The Hellacopters y posible sólo porque aprendí, como Erik, en una excelente escuela de cine underground: The Family Film Productions (algún día tendrá su propio post).



Diez años después me vuelvo a reencontrar con Erik en Williamsburg, donde hoy sábado estrena el 'mockumentary' (falso documental) A hundred years of evil, una desternillante parodia al más puro estilo Zelig sobre los documentales de conspiraciones que plagan el history channel y otras cadenas similares. A hundred years of evil es el viaje de un profesor noruego obsesivo (interpretado por el músico y actor Jon Rekdal) por demostrar que Hitler sí sobrevivió a la II Guerra Mundial y es un excelente ejemplo de cine 'do it yourself'. Y además, con buenos resultados.

Más allá de invitar a los neoyorquinos a ver la película hasta el próximo día 25 en Indiescreen, (los no neoyorquinos pueden verla en iTunes y Amazon), quiero contar la historia de lo que pudo ser y no fue. 



Quemando tarjeta de crédito ya ultra chamuscada por los gastos de auto producirse la película, (sí, es posible hacer cine sin subvenciones gubernamentales) Erik y su equipo alquilan por 1000 euros una de las salas que Cannes le ofrece a los cineastas que acuden al mercado en 2010. Tres días antes de viajar a Francia, Erik recibe una llamada: al otro lado del teléfono un tipo que dice ser agente de la agencia William Morris -quizás la más poderosa de las agencias de Hollywood- le comunica que le han hablado muy bien de la película y que quiere ser su agente. Eso significará que tendrá que anular su estreno en Cannes y dejar que a partir de ahora él mueva todos los hilos. Erik, que en ese momento se debatía en un supermercado frente a unas tristes latas de atún en oferta, primero piensa que es un colega gastándole una broma. Cuando por fin entiende que no, y tras el shock inicial, empieza a discutir con el agente en cuestión, que finalmente transige y le dice que haga su proyección pero que no permita que la prensa la vea. "El tipo me hablaba exactamente igual que el agente de la serie Entourage así que yo estaba convencido de que alguien me estaba tomando el pelo. La realidad es que esos tipos hablan así en el mundo real" me cuenta Erik.

Tres días después, él y sus compañeros aterrizan en Cannes con todas las dudas que les ha provocado la llamada del agente. Y la noche antes del estreno, en ese apartamento miserable en el que tres cineastas y una novia entregada roncan juntos en un cuarto soñando con el día después, cinco tipos irrumpen por sorpresa y se lo llevan todo: ordenadores, pasaportes, dinero... todo. Hasta la copia de la película. Pero al menos ocurre un pequeño milagro, o así lo cuentan ellos: a los ladrones se les ha caído la película en la acera mientras huían, y la policía se la encuentra en el suelo cuando acude a la casa tras la denuncia. (el relato en primera persona de esta historia y del cómo se hizo la película no tiene desperdicio)

 

Enarbolando la mejor sonrisa que uno puede poner tras una noche como esa, acuden al estreno. Suele ser un milagro que la prensa asista a una proyección de un cineasta anónimo y sin productora que no participa en el festival, pero hay medios como Variety que también envían periodistas a buscar pequeñas joyas al mercado. Una hora antes de su estreno, Erik se encuentra en la puerta de su sala precisamente con un periodista de esa biblia del cine, y mientras se le retuercen las tripas, le dice que no puede entrar. El periodista discute: le han hablado muy bien del filme y quiere verlo. Mientras, en la cabeza de Erik, esa voz: yo seré tu agente, yo te haré grande, no dejes que la prensa escriba sobre tu película. 

Finalmente acuerdan que si al periodista no le gusta la película, se irá en mitad de la proyección y que si se queda hasta el final, no escribirá en Variety sobre ella hasta que Erik le dé permiso. Ocurre el milagro, el periodista felicita al director al terminar la proyección y le dice lamentar mucho no poder publicar la crítica. Pero William Morris, Entourage, las promesas, los sueños de grandeza de todo cineasta y todos los mitos de Hollywood pueden más que el poder potencial de la pluma de Variety (a veces una buena crítica es la puerta para un contrato de distribución).

Pasan semanas de conversaciones telefónicas dirigidas a que la película entre en la selección oficial de Toronto: sí, a los festivales grandes y poderosos se llega sobre todo por contactos (productores, agentes, actores, distribuidoras), ocurre pocas veces el milagro de que una película sea seleccionada simplemente porque le ha gustado a un programador. (lo he escuchado como periodista y lo he vivido como cineasta).

Erik, mientras, tiene dudas: "esta película es demasiado indie para Toronto, con tus contactos deberías intentar un festival diferente". El tipo de William Morris insiste. Y se estrella: Toronto dice que la película... es demasiado indie para ellos. A partir de ese momento ya no se pone al teléfono. El que responde a las llamadas de Erik es su asistente. La cosa pierde fuelle. El sueño se evapora. El agente, al que nunca llegó a conocer personalmente, se volatiliza.

Y Erik se vuelve a quedar solo. Un momento: igual Variety aún le puede dar un empujón. Erik llama al periodista: ya no trabaja para Variety, ahora está en el Hollywood Reporter y no puede escribir de algo que vio mientras trabajaba para otro medio. :(



El camino ha sido arduo pero dos años después A hundred years of evil ha conseguido una buena distribuidora, FilmBuff, ha pasado por varios festivales y se ha llevado algún que otro premio. Hoy Erik está ultimando los preparativos para el gran fiestorro en Brooklyn donde celebrará, al más puro estilo indie, el estreno neoyorquino de una película que filmó precisamente en ese barrio con la ayuda de más de 100 personas. No es Cannes, pero esta vez no estará solo y cuando sabes que la fama puede llamar a tu puerta, rozarte y desaparecer de forma caprichosa, me imagino que te replanteas muchas cosas. Hay miles de cineastas con talento como él que aún no han llegado a lo que la industria considera la cima. Pero la industria está llena de pequeños grandes cineastas. Y la cima, también tiene su cara B. Hoy en Brooklyn habrá una gran fiesta. Según cómo se mire, nada que envidiarle a las de Cannes. 

May 7, 2012

SORPRESAS EN CHELSEA


Allen Gingsberg y su familia por Avedon. (la foto pertenece a la Richard Avedon Foundation)

No me gusta escribir sobre la Galería Gagosian. Es lo más parecido al hotel Hilton de las galerías: con doce locales en nueve ciudades diferentes y con artistas en su catálogo con categoría de celebridad como Pablo Picasso o Damien Hirst, esta especie de franquicia del arte para multimillonarios me suele interesar poco puesto que todo en ella es bastante previsible, como ocurre con todo lo que se vuelve parte del 'establishment'. Eso no significa que no haya que entrar en sus locales: renegar de lo que en principio no nos interesa es poco inteligente. Siempre debería haber espacio para dejarse sorprender.



Los siete de Chicago en Gagosian. (la foto pertenece a la Richard Avedon Foundation)

Por eso hoy no puedo evitar escribir sobre un artista famoso en una galería ultra-famosa: Richard Avedon en la sede de Gagosian de la calle 21, en Nueva York. Titulada Murales y Retratos, es de lo mejor que he visto durante un fin de semana cargado de arte. Nueva York puede ahogarte con su oferta: el viernes y sábado se inauguraban las ferias Frieze y Pulse, (con escasa presencia española, a excepción de Nieves Fernandez, que mostraba entre otras, obras del español Jordi Alcaraz, que inauguraba el viernes su propia individual en el Lower East Side). Además en Chelsea coincidían la inauguración de Shepard Fairey (escoltado por unos tipos de seguridad modelo rapero multimillonario -por cierto, nos confirmó que NO hará un cartel para Obama este año, "que le apoye otra gente", insistió, aunque sí dijo que le votaría -qué remedio, añado yo-), la de Francesco Clemente (con toda la intelligentsia neoyorquina del arte pavoneándose entre sus cuadros), la de Tauba Auerbach, (una de las jóvenes por las que se han peleado los mejores galeristas de Nueva York tras el cierre de su galería mentora, Deitch Projects y que convocó a cientos de personas en Paula Cooper) y la de Richard Avedon, entre otras.

Mission Council en Gagosian. (la foto pertenece a la Richard Avedon Foundation)

El fotógrafo al que se venera sobre todo por haber revolucionado la fotografía de moda, era ante todo un maestro del retrato. Firme opositor a la guerra de Vietnam, a finales de los sesenta quiso plasmar las transformaciones sociales y políticas de su tiempo y se embarcó en hacer cuatro grandes fotos grupales que solo se habían mostrado una vez (en Marlborough en 1975) y que son las que ahora se exhiben en Gagosian: Allen Gingsberg y su familia, Andy Warhol y los miembros de la Factory, los llamados Siete de Chicago (activistas políticos acusados de provocar las revueltas estudiantiles durante la Convención Demócrata del 68) y el Mission Council, (los políticos y militares estadounidenses al mando en Saigón durante la guerra de Vietnam). No sólo la elección de esos cuatro grupos es increíblemente certera: los cuatro retratos, de hasta diez metros de largo y tres de alto, impactan de forma extraordinaria cuando uno entra en la galería, que ha cuidado al detalle el montaje, y permite que los cuatro puedan verse al mismo tiempo desde el centro del local, pero que te aisles con ellos cuando te acercas.

       Video tomado desde el centro de la galería Gagosian.

Además los retratos están aliñados con otras fotografías más pequeñas que completan conceptualmente esas escenas. Por ejemplo, Allen Gingsberg, retratado junto a su familia, (judíos neoyorquinos de clase alta tomando el té), aparece en otra serie de fotos completamente desnudo junto a su pareja, Peter Orlovsky.  Junto al Mission Council, bajo una luz casi de interrogatorio, hay una serie de retratos durísimos de víctimas de la guerra de Vietnam...

Las páginas de moda le dieron la fama pero como demuestran estas imágenes, Avedon miraba y veía mucho más allá de esas páginas.  Y por una vez, le tengo que dar las gracias por recordármelo a ese inquietante, escurridizo y poderoso personaje llamado Larry Gagosian.

May 1, 2012

HORIZONTES FRACASADOS

En los últimos días la prensa mundial se ha llenado de artículos anodinos sobre el nuevo rascacielos más alto de Nueva York: la Torre 1 del World Trade Center, conocida hasta hace poco como Torre de la Libertad. Y cuánto más leo más echo en falta un poco de reflexión crítica y más me sobra la poesía con la que se ha tratado de adornar la noticia. Que si una viga estrella aquí, que si unos metros más alto que el Empire State allá, que si el WTC vuelve a brillar, que si el aniversario de la muerte de Bin Laden... ¿De verdad esto es el corazón de la noticia?

Después de los atentados terroristas del 11S, más allá de la discusión política, en el mundo de la arquitectura y el urbanismo se vivieron intensos debates respecto a qué hacer con un espacio que de repente, en medio de la ciudad, se había quedado vacío, como un papel en blanco cargado de simbolismo sobre el que poder dibujar con un lápiz nuevo. Se podía haber utilizado el mejor papel, la mejor tinta, los mejores artistas, quizás incluso el corazón... Pero no ocurrió. Había incluso muchos millones disponibles para hacerlo. Pero faltó voluntad. Lo importante para Silverstein, arrendatario de los terrenos sobre los que se erigían las Torres Gemelas, era forrarse metiendo miles de oficinas en la zona cero y un shopping mall. Tampoco se le puede culpar: es empresario y los empresarios quieren que sus negocios sean rentables. Pero la ciudad y sus alcaldes podrían haberse puesto del lado de los ciudadanos al menos esta vez y hacer del sur de Manhattan un lugar mejor que el que había antes, pero tampoco ocurrió: Michael Bloomberg gestiona Nueva York como una gran empresa y en las grandes empresas, como evidencian las crisis, los individuos no cuentan, solo cuentan los números, y en este caso además, la política. Ya lo dijo clarito su predecesor, Rudy Giuliani en pleno frenesí patriótico el 12 de septiembre de 2001: "Reconstruiremos. Saldremos de aquí más fuertes que antes, política y económicamente más fuertes. Y el skyline volverá a ser el skyline". Convertir aquel espacio en un parque o construir edificios a escala humana y no fálica, con cierto civismo urbanístico y criterios no mercantilistas, no entró en los planes. 

Durante una década he escrito apasionadamente sobre las disputas culebrónicas que agitaban el cocktail emocional, político y económico que nació allí el día en que cayeron las Torres Gemelas. Se ha tardado un tiempo inaudito para Nueva York, once años, en conseguir que la zona cero empiece por fin a tomar forma, - el Empire State tardó apenas 410 días en alzarse en plena depresión económica- y precisamente la silueta que todos los neoyorquinos veremos de ahora en adelante cuando miremos hacia el sur de la ciudad es probablemente la más ofensiva posible: un rascacielos mastodóntico, sin personalidad, de dudosa calidad arquitectónica (basta mirar las  estupendas construcciones que han florecido en NY en la última década para saber que ésta vale muy poco) y en mi opinión, sencillamente feo. Lo peor es nos obligará a recordar, cada vez que miremos el nuevo skyline, la oportunidad que Nueva York perdió para hacer de su ciudad un lugar mejor tras los atentados y por extensión, la que perdió Estados Unidos cuando tuvo que decidir cómo responder a los ataques.

Del edificio original llamado Torre de la Libertad e incluido en el concurso que ganó el arquitecto Daniel Libeskind en 2002 para remodelar la zona cero, no queda nada. Ni siquiera las palabras de rabia con las que el propio Libeskind se opuso a las reestructuraciones que le impuso Silverstein a través de los arquitectos de la firma SOM para exprimirle más oficinas al proyecto. El pobre Libeskind ahora solo puede agachar la cabeza y darse con un canto en los dientes porque el edificio llevará para siempre su firma, aunque se parezca bien poco al que él ideó. Y del proyecto original, que nunca fue excesivamente aplaudido pero era mejor que el que ahora emerge en el horizonte, dicen los críticos, queda bien poco ya que Daniel Childs, de SOM, arquitecto amigo de Silverstein, se encargó de vulgarizarlo para que rentara más.

Lo peor es que todo el proyecto es además un fracaso económico: más allá de que se les haya disparado el presupuesto y ya vaya por los 16.000 millones de dólares gastados cuando aún queda la mitad del área por construir y falta el dinero para continuarlo, nadie quiere ser inquilino de la zona cero. Alquilar esas oficinas debe ser como un sudoku para agentes inmobiliarios. Condé Nast se mudará a la Torre de la Libertad en 2014 porque ha negociado un jugoso contrato de alquiler a precios sensiblemente más bajos que los de mercado (el sobre coste lo asumirá basicamente el ayuntamiento con la esperanza de que su presencia atraiga a otras firmas) y gran parte del edificio además será alquilado por el gobierno local y federal (para realquilarlo después) con tal de hacer buena publicidad de los 200.000 metros cuadrados de oficinas construidas sobre un cementerio llamado Torre de la Libertad. ¿El rascacielos más alto de la ciudad? Yes. Pero sin contexto, las noticias sólo lo son a medias.