[Este artículo se publicó originalmente el 8/9/2015 en la revista Ctxt, donde escribo semanalmente]
El día en que el mundo se estremeció ante
la foto del pequeño Aylan yo estaba en Roma. Algunos periódicos, pocos,
mostraban la dura imagen del niño ahogado, otros, la mayoría, simplemente escribían
largos editoriales sobre ella. Los romanos, siempre dispuestos a conversar con
la palabra y con el corazón, se echaban las manos a la cabeza. Pero en las
calles de la cittá eterna los
turistas, ajenos al drama, se hacían fotos con fruición frente al foro romano,
piazza Navona o el Panteón. Y pese a viajar en grupos, en pareja o en general,
acompañados, la mayoría invertía toda su energía en
emular a Kim Kardashian y hacerse múltiples selfies, dejando así constancia
de que incluso en Roma, rodeados de gente, familia, amigos e historia, el
hombre del siglo XXI prefiere mirarse el ombligo a mirar a su alrededor.
Quisiera creer que quienes pagaban un
euro por alquilar un palo de selfie a los abnegados inmigrantes de Sri Lanka y
Bangladesh que pueblan los puntos calientes del turismo romano empuñando esas
armas diabólicas eran conscientes de que su ego estaba contribuyendo a que
quizás una familia comiera esa noche.