[Columna de opinión publicada en la revista Ctxt el 28/4/2015. Aquí el link a la original. Publico una cada semana donde comento la actualidad británica o española]
Me gusta el arte y me interesan los
artistas. A principios de siglo no eran especialmente glamurosos pero llegó
Jeff Koons con su Cicciolina, sus langostas hinchables y su ejército de
relaciones públicas y después Marina Abramovic con su discurso new age avalado
por el MOMA y dirigido a enamorar millonarios neoyorquinos y el arte y los
artistas se convirtieron en objeto de deseo. Obviamente estoy generalizando: el
arte no se puso de moda sólo gracias a ellos. El efecto Guggenheim y sus
docenas de derivados, con la consiguiente inyección económica de gobiernos
locales y nacionales para que descubriéramos los nuevos museos firmados por
‘stararchitects’, más los billetes low cost, pagados gracias al boom del
ladrillo por bolsillos que antaño no podían viajar, contribuyeron a crear esa
sensación que aún hoy permanece de que es imperativo (y cool) ver museos y
exposiciones. Además las ferias de arte se multiplicaron y los nuevos ricos
encontraron en ellas nuevas formas de inversión alejadas de los riesgos de la
bolsa, además de amigos sin corbata con los que salir a cenar y parecer menos
señores. Total que hoy el arte hace caja, a pesar de la crisis, y las
exposiciones blockbuster son el pan nuestro de cada museo, lo cual facilitan
que bajo el rótulo de arte te intenten colocar cualquier cosa.
Yo soy hija de dos artistas, el pintor Agustín
Celis y la escultora Miranda D’amico, así que crecí merendando en galerías de
arte y tratando de tocar, sin que me vieran, lienzos y esculturas, por lo que
lo de ir a exposiciones no me parece ni glamuroso ni cool. Era parte de mi vida
cuando era pequeña y después además se convirtió en parte de mi trabajo. Creo
en el poder de todas las artes para contribuir al cambio. Para mí no se trata
de algo estético y lúdico sino de algo muy político. A menudo las páginas de
cultura de la prensa son una ristra de estrenos, lanzamientos, presentaciones…como
el supermercado del Corte Inglés. Pero la cultura siempre se puede enfocar de
otra manera, sobre todo ahora, porque estamos en un momento de transición y
creo que la música, el cine, la arquitectura, la literatura, el arte
reflexionan sobre lo que ocurre a nuestro alrededor. Los artistas tienen un
papel (¿responsabilidad?) importante en el proceso de repensar qué sociedad
somos y qué sociedad queremos, porque ellos también son ciudadanos, y muchos
optan por expresar su opinión a través de su trabajo. Ésa es la parte de la
cultura que me interesa, la del conocimiento y la reflexión, no la del producto
cultural.
Por eso me indigna que me den arte por
liebre, o peor aún, arte por moda, o aún más grave, arte por productos de
Hermés. Hace unos días acudí a la Saatchi Gallery en Londres a ver una
exposición titulada Pangea II, esperando ver obras de artistas latinoamericanos
y africanos y me encontré atrapada en una pseudo-exposición organizada por
Hermés que no estaba anunciada en ninguna parte. Entré por equivocación,
creyendo que llegaba al segundo piso de Pangea II cuando una modelo rubia y sonriente
me dijo “Bienvenida a Wanderland”. No entendí muy bien quién era ella ni dónde
estaba entrando yo puesto que el alunizaje se producía en una sala con una bola
de discoteca y en las paredes se proyectaban imágenes de películas francesas
como ‘Al final de la escapada’ de Godard o ‘Los 400 golpes’ de Truffaut.
Totalmente perdido el sentido de la orientación, continué hacia adelante y me
ví engullida por docenas de bastones. Estaban dibujados con delicadeza en las
paredes de otra sala junto a otros de verdad que brillaban en alguna vitrina
aderezada con videos de un modelo guapísimo bailando… con un bastón. A
continuación, y ya con todo el descaro, la exposición te empujaba hacia un
pasillo donde dos amplias vitrinas desplegaban ‘tesoros’ de la colección de
Hermés. Maletas, bolsos, chaquetas, camisas… Frases con palabras sugerentes
pero vacías te recordaban con rótulos en las paredes que todo aquel montaje
estaba inspirado en el mundo del flaneur, ese concepto que se populariza en la
segunda mitad del siglo XIX cuando el hombre comienza a pasear por puro placer
por la ciudad y con el que obviamente se debe identificar el consumidor de
Hermés, porque si tienes 13000 dólares para gastar en una bicicleta como la que
ví allí, o en un lápiz de 100 dólares forrado en cuero de cabra de Madrás, sin
duda puedes dedicarte a la contemplación urbana.
No pienso describirle al lector las once
salas que componen ‘el país de las maravillas de Hermés’ con la connivencia
tácita de la Saatchi Gallery, que por supuesto y como me confirmaron en la
entrada, se ha vendido por dinero, lo cual sorprende porque el señor Charles
Saatchi es millonario. “La exposición no está anunciada tan bien como el resto
porque no es parte de la programación de la galería. Hermés ha pagado por el
espacio” me dijo una recepcionista. “Hay postales ahí” me dijo señalando a una
esquina donde con claridad se veían docenas de panfletos de Pangea II y malamente
los de Wanderland. “Y ahí se anuncia”. Sobre la pared, en una esquinita, entre
los patrocinadores de la Saatchi y si te fijas mucho, se puede leer, ‘Hermés
Wanderland’, segundo piso. Si este rótulo es de cuerpo 12 el de Pangea II debe
ser cuerpo 2000.
No negaré que el montaje, carísimo,
estaba cuidado al detalle, era elegante, estéticamente llamativo y hasta
entretenido. Contaba incluso con alguna pequeña obra de arte en vídeo integrada
en el montaje total, que si querías unas señoritas en minifalda y siempre muy
guapas te podían explicar. “Hermés ha pagado por el espacio y no ha querido
darle publicidad” me confirmó una de ellas.
A mí los productos de consumo de lujo no
me molestan. Si se me ocurre mirar una vitrina de Hermés, lo haré asumiendo las
consecuencias y sudaré ante los precios por propia voluntad. Pero si voy a ver
arte y me colocan un montón de productos de Hermés, aunque no estén a la venta
y los camuflen como parte de un recorrido por el ‘país de las maravillas’ y
encima sin avisar, me cabreo. Prefiero ver arte malo a ver fundas de cuero para
guardar sobres en una vitrina impoluta en la que encima han tenido la
desfachatez de poner una carta dirigida a Marcel Proust. Es como lo que ocurre
con la prensa: abres una revista para leerte una entrevista con un actor y te
colocan un párrafo en la que el tipo alaba un perfume. ¿Es una entrevista o es
publicidad camuflada? O lo que es peor: esa entrevista la has escrito tú y tu
editor te coloca un par de frases como si fueran de tu propia pluma alabando el
perfume y te pide que elimines las críticas al sujeto para “no enfadar al
cliente”. Antes el cliente de la revista era el lector, y el de las
exposiciones el visitante. Ya no, ahora el cliente siempre es el que más dinero
tiene y los demás, consumidores miserables.
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