Showing posts with label Andy Warhol. Show all posts
Showing posts with label Andy Warhol. Show all posts

Nov 5, 2013

Pequeños y estúpidos recuerdos

Este artículo lo publiqué en El Confidencial tras la muerte de Lou Reed el pasado 27 de octubre. Lo recupero porque sin duda es carne de Crónicas Barbaras.

Lou Reed en chandal.
"La muerte se sienta en el trono, completamente sola, de una ciudad a orillas del mar. New York City". Son palabras de Lou Reed, escritas en el prólogo del libro The Raven, ilustrado por Mattotti, uno de sus últimos trabajos. El domingo la muerte vino a buscarle y desde el trono de la ciudad que siempre será sinónimo de Lou Reed, se lo ha llevado. Tenía 71 años y ni él mismo entendía cómo había conseguido vivir tanto tiempo. Para un tipo que se casó con la heroína y la convirtió en himno generacional cuatro décadas antes, cada día ha debido de resultar un regalo, aunque la hubiera abandonado hace unos años.
Yo ni siquiera había nacido cuando editó su primer disco, The Velvet Underground & Nico, ese clásico con un plátano en la portada firmado por Andy Warhol que hoy es, por dentro y por fuera, carne de coleccionista. Pero con los años vas descubriendo los tesoros del pasado y sí, disfruté mucho escuchando a ese primer Lou Reed y como mucha gente, tuve una etapa obsesiva en la que Perfect Day sonaba en ‘loop’ en mi cabeza.
Cuando me mudé a Nueva York lo disfruté un poco menos ya que el mito se derrumbó deprisa. Lou Reed solía ser uno de los nombres recurrentes en todo sarao con reivindicaciones de izquierdas: contra la guerra de Irak, contra Bush, a favor de la educación, a favor del matrimonio gay, a favor de Obama… En Nueva York siempre hay una buena excusa para montar algún concierto solidario con múltiples estrellas: es fácil, muchas viven allí. Y algunas como Lou Reed o Moby o Susan Sarandon, parecían tener carné de ‘estrella disponible para protestas varias’.
Al principio me apuntaba siempre que aparecía la oportunidad: la idea de ver a Lou Reed  en directo en su ciudad era demasiado suculenta. Lo malo es que Lou Reed solía ser una estrella desganada y cada vez que se subía a un escenario daba la sensación de que nos estaba perdonando la vida. Verle cantar Walk on the wild side con cara de aburrimiento da mucho bajón. Parecía que se le hubiera apagado el alma. Sobre aquellos escenarios no había rastro de ella.
Además no me gusta la gente antipática y él a menudo lo era con su público. Su tiempo como músico de la Velvet había pasado pero ni Lou Reed ni Nueva York parecían darse por aludidos y ambos insistían en seguir cantándole al pasado en aquellos eventos corales. Error. Sí le vi tocando feliz, ensimismado, en las pequeñas jam sessions que montaba John Zorn en lugares como el Anthology Film Archives, la filmoteca creada por el cineasta experimental Jonas Mekas en el East Village. Pero esas sesiones, aunque con público –se organizaban de improviso y a veces no acudían ni veinte personas- eran sesiones no aptas para todos los oídos. A veces podían ser extraordinarias y otras un soberano tostón si no entrabas de lleno en la onda experimental. Para los músicos en cambio eran el éxtasis y Lou Reed, que allí sólo tocaba su guitarra, parecía alcanzarlo. Tocaba para él, no para nosotros.
Sólo recuerdo una vez que me estremeciera y curiosamente no fue con la música sino con la poesía; más concretamente con la ¡poesía catalana traducida al inglés! En el año 2007, en uno de esos movimientos promocionales geniales de los catalanes, el Institut Ramon Llul le invitó junto a Patti Smith y Laurie Anderson (otros dos mitos indiscutiblemente neoyorquinos) a dar un recital de poesía catalana (Casasses, Miquel Martí y Pol, Carner…) en el centro cultural Baryshnikov y contra todo pronóstico, aquello se convirtió en una velada mágica. Incluso con su barriga y su cara de sabueso enfadado Lou Reed consiguió hacernos viajar con la palabra, aunque confieso que fueron Patti Smith y Laurie Anderson, su compañera sentimental en las últimas dos décadas, las que realmente nos hicieron soñar aquella noche.
Cuando empecé a escribir desde Nueva York descubrí que toda la generación de jefes de cultura de todos los medios españoles sentía absoluta veneración por el triunvirato neoyorquino Lou Reed-Woody Allen-Paul Auster. Supongo que es una cuestión generacional.  A ninguno de los tres se les prestaba demasiada atención en su país cuando se embarcaban en algún proyecto nuevo pero cualquier cosa que hicieran siempre se convertía en noticia para España así que a menudo escribía sobre ellos y un día llegó la primera entrevista con Lou Reed.
Fue en 2002. El músico acababa de editar el disco The Raven, un fascinante viaje sonoro a través de la poesía de Edgar Allan Poe pero reinterpretado por él. La entrevista me la pidió la revista Rolling Stone. Me puse nerviosísima. Aún no había visto a Lou Reed en directo. Aún creía en el mito. Aún era bastante inexperta. Pasé muchos días preparándola y descubriendo, aterrorizada, que tenía fama de ser muy antipático con la prensa. Pero tuve suerte: entré en el despacho de una pequeña discográfica cuyo nombre no recuerdo en la calle Broadway y Lou Reed me recibió sentado sobre su mesa y con una sonrisa. Me derretí: en el año 2002 aún era un señor bastante atractivo, algo que nunca había pensado viéndole en fotos. Y resulta que yo me parecía a una antigua novia suya, eso fue lo primero que me dijo. Supongo que le puso de buen humor. Así que gracias a esa novia Lou Reed no me maltrató. Fue ameno, agradable, locuaz y aunque hubo algún brevísimo atisbo de hosquedad, la entrevista fue rodada. Salí de aquel despacho con la sensación de haber tocado el cielo.
Pasaron ocho años aunque más para Lou Reed que para mí. El cambio de los 60 a los 68 es más cruel que de los 28 a los 36. Y pese a la experiencia que dan los años, cometí un error: me confié. Acudí a mi segunda cita con Lou Reed, esta vez para El País, pensando que como la primera vez había ido bien también sería así la segunda. Pero no. Aquel encuentro fue una pesadilla. Ya no debía de quedar en mí ni rastro de esa antigua novia suya y él… ¿qué puedo decir? De repente vi a un señor en chándal y zapatillas con el rostro de Lou Reed y esa imagen me cortocircuitó. Zapatillas de andar por casa en el restaurante de la esquina de su apartamento.
En Nueva York no es raro que bajes a comprar leche en zapatillas. Yo lo he hecho. Pero no sé… ver a Lou Reed con ese aspecto tan de abuelo, caminando despacito, me dolió. Claro que cuando empecé a hacerle preguntas y empezó a darme cortes, a hablarme sin ganas, en monosílabos, con desprecio, la tristeza mutó en cabreo. Estuve a punto de levantarme varias veces y dejarle ahí, rumiando ensalada. Sé que a él le hubiera dado igual. Al menos aquel día, los humanos que nos lo cruzamos, incluida la camarera que le servía, éramos el equivalente a insectos miserables. El encuentro fue muy breve. La entrevista fue un fracaso. Y me hizo pensar en Laurie Anderson, con la que conversé varias horas hace años, una especie de duendecillo feliz en las antípodas del carácter de su marido. Quién sabe por qué esa bellísima persona se enamoró de ese talento de alma oscura llamado Lou Reed. Hoy su sonrisa traviesa estará escondida tras las tristeza de la pérdida. Quizás había que ser alguien tan especial como ella para adentrarse en su mundo. Pese a todo, fue generoso. Nos dejó su música. Y a algunos, pequeños y estúpidos recuerdos. 

May 8, 2012

SORPRESAS EN CHELSEA


Allen Gingsberg y su familia por Avedon. (la foto pertenece a la Richard Avedon Foundation)

No me gusta escribir sobre la Galería Gagosian. Es lo más parecido al hotel Hilton de las galerías: con doce locales en nueve ciudades diferentes y con artistas en su catálogo con categoría de celebridad como Pablo Picasso o Damien Hirst, esta especie de franquicia del arte para multimillonarios me suele interesar poco puesto que todo en ella es bastante previsible, como ocurre con todo lo que se vuelve parte del 'establishment'. Eso no significa que no haya que entrar en sus locales: renegar de lo que en principio no nos interesa es poco inteligente. Siempre debería haber espacio para dejarse sorprender.



Los siete de Chicago en Gagosian. (la foto pertenece a la Richard Avedon Foundation)

Por eso hoy no puedo evitar escribir sobre un artista famoso en una galería ultra-famosa: Richard Avedon en la sede de Gagosian de la calle 21, en Nueva York. Titulada Murales y Retratos, es de lo mejor que he visto durante un fin de semana cargado de arte. Nueva York puede ahogarte con su oferta: el viernes y sábado se inauguraban las ferias Frieze y Pulse, (con escasa presencia española, a excepción de Nieves Fernandez, que mostraba entre otras, obras del español Jordi Alcaraz, que inauguraba el viernes su propia individual en el Lower East Side). Además en Chelsea coincidían la inauguración de Shepard Fairey (escoltado por unos tipos de seguridad modelo rapero multimillonario -por cierto, nos confirmó que NO hará un cartel para Obama este año, "que le apoye otra gente", insistió, aunque sí dijo que le votaría -qué remedio, añado yo-), la de Francesco Clemente (con toda la intelligentsia neoyorquina del arte pavoneándose entre sus cuadros), la de Tauba Auerbach, (una de las jóvenes por las que se han peleado los mejores galeristas de Nueva York tras el cierre de su galería mentora, Deitch Projects y que convocó a cientos de personas en Paula Cooper) y la de Richard Avedon, entre otras.

Mission Council en Gagosian. (la foto pertenece a la Richard Avedon Foundation)

El fotógrafo al que se venera sobre todo por haber revolucionado la fotografía de moda, era ante todo un maestro del retrato. Firme opositor a la guerra de Vietnam, a finales de los sesenta quiso plasmar las transformaciones sociales y políticas de su tiempo y se embarcó en hacer cuatro grandes fotos grupales que solo se habían mostrado una vez (en Marlborough en 1975) y que son las que ahora se exhiben en Gagosian: Allen Gingsberg y su familia, Andy Warhol y los miembros de la Factory, los llamados Siete de Chicago (activistas políticos acusados de provocar las revueltas estudiantiles durante la Convención Demócrata del 68) y el Mission Council, (los políticos y militares estadounidenses al mando en Saigón durante la guerra de Vietnam). No sólo la elección de esos cuatro grupos es increíblemente certera: los cuatro retratos, de hasta diez metros de largo y tres de alto, impactan de forma extraordinaria cuando uno entra en la galería, que ha cuidado al detalle el montaje, y permite que los cuatro puedan verse al mismo tiempo desde el centro del local, pero que te aisles con ellos cuando te acercas.

       Video tomado desde el centro de la galería Gagosian.

Además los retratos están aliñados con otras fotografías más pequeñas que completan conceptualmente esas escenas. Por ejemplo, Allen Gingsberg, retratado junto a su familia, (judíos neoyorquinos de clase alta tomando el té), aparece en otra serie de fotos completamente desnudo junto a su pareja, Peter Orlovsky.  Junto al Mission Council, bajo una luz casi de interrogatorio, hay una serie de retratos durísimos de víctimas de la guerra de Vietnam...

Las páginas de moda le dieron la fama pero como demuestran estas imágenes, Avedon miraba y veía mucho más allá de esas páginas.  Y por una vez, le tengo que dar las gracias por recordármelo a ese inquietante, escurridizo y poderoso personaje llamado Larry Gagosian.