Cuando te encuentras de frente con ese odioso
y temido personaje llamado muerte te haces millones de preguntas inútiles que se
repiten a lo largo del tiempo. ¿Cómo es posible? ¿qué ocurrió? ¿se podría haber
evitado? y sobre todo ¿por qué?… Esas preguntas a veces también te las haces
cuando el que se va no es parte de tu familia o de tu vida pero muere de forma
tan incomprensible y despiadada como lo hicieron las 150 personas que volaban
de Barcelona hacia Düsseldorf y que nunca llegaron a su destino. La mayoría de
nosotros no les conocíamos, no teníamos ningún tipo de relación con ellos, eran
desconocidos en un avión que un tipo supuestamente enfermo de egoísmo estrelló
en Los Alpes. Lo único que nos diferencia de ellos es que tuvimos más suerte.
Cualquiera podría haber estado en ese
avión. Sentimos una enorme empatía hacia sus familias porque podrían ser las
nuestras y lloramos al saber de sus mundanas vidas porque podrían ser las
nuestras. Leemos voraces los detalles en periódicos, donde la acuciante
necesidad de seguir aportando información a veces roza el ridículo, como en
este artículo en el que un alcalde dice que el padre del homicida se siente
“completamente abatido”. Dan ganas de hacer un chiste de mal gusto. ¿Cabe la posibilidad de que alguien que
acaba de perder a un hijo al que además el mundo entero apunta como a un asesino
sin escrúpulos se pueda sentir de otra manera? ¿Era necesario convertir esa
frase en titular, esa información en noticia?
Es lo que yo defino como pornografía
emocional. Lo sufrí en primera persona durante una década en Nueva York
cada vez que se acercaba el aniversario del 11S. Y como periodista, a veces
incluso me tocó, de una u otra manera, contribuir con mi trabajo a alimentarlo.
“Busca a familiares de las víctimas y habla con ellos”. La frase más odiada
entre los plumillas neoyorquinos y más repetida cada septiembre. Lo intentas
hacer con el máximo respeto pero es prácticamente imposible conseguirlo porque
el morbo está ahí, agazapado en el adn de ese encargo. Revivir una y otra vez
la tragedia, hundir el dedo en la llaga y apretar, recordarle al cabo de los
años a quienes ya estaban dispuestos a olvidar que aquello había ocurrido y que
debían seguir llorando. En el caso del 11S aún peor, saber que gente totalmente
ajena a tus muertos, como políticos y empresarios, se han apropiado de tu dolor
para producir más dolor a través de una guerra.
Nadie que yo conociera murió en las
Torres Gemelas pero el periodista Julio
Anguita Parrado, mi amigo, murió un 7 de abril de 2003 en Irak, víctima
‘colateral’ de aquellos ataques. Así se define a los muertos ‘poco importantes’
en los conflictos bélicos, los que no son objetivo militar, los que
supuestamente no deberían morir pero son ‘el precio que hay que pagar para
ganar una guerra’. En este caso ni siquiera se ganó. Ahí está ISIS, más fuerte y
más dañino que el Al Qaeda de entonces. Julio estaba empotrado entre las tropas
estadounidenses que invadieron Irak cuando uno de los pocos misiles iraquíes
que en aquellos días alcanzaron su objetivo dio de lleno en el centro de
comunicaciones donde se encontraba. Fue el mismo día de la toma de Bagdad. Él
no se subió al convoy que iba a hacer su entrada triunfal en la capital por carecer
del chaleco antibalas reglamentario. Tenía uno barato, el que había podido
comprar puesto que el periódico para el que cubría el conflicto en condición de
freelance, ‘El Mundo’, no le garantizó uno de los buenos. Efectos
colaterales del periodismo precario. No le mató un misil iraquí, le mató
una guerra americana y en cierto modo, la cutrez de nuestra prensa.
Imposible no hacerse preguntas inútiles
en cada aniversario de su muerte o cada 11 de septiembre, cuando la pornografía
emocional que engrasa la maquinaria periodística se pone manos a la obra a una
escala desconocida antes de aquella fecha. Peor aún, Julio lleva doce años
muerto y cualquier noticia relacionada con la guerra de Irak siempre te puede traicionar
y traerte su sonrisa a la memoria.
Pienso en los familiares de las víctimas
del Airbus320 de Germanwings, cómo será su vida a partir de ahora, aprender a
vivir otra vez con lo que Joan Didion, en su delicado y tristísimo libro El año del pensamiento mágico llamó “la
interminable ausencia, el vacío que sigue al dolor, lo verdaderamente opuesto
al sentido, la interminable sucesión de momentos en los que nos enfrentaremos a
la experiencia de la falta de sentido”. Ellos además, como los del 11S, tendrán
que volver a subirse a un avión, ir a recoger a un amigo al aeropuerto,
escuchar el vuelo de otros aviones sobre sus cabezas, mirar al cielo y verlos
pasar. Recordar a la fuerza.
Nadie quiere olvidar a sus muertos pero apreciamos
poder recordarlos a nuestro ritmo, en nuestros tiempos, en la intimidad, sin
que nadie nos obligue a hacerlo. O al menos, si te obligan a recordar, que sea
por una buena causa, como hizo el Sindicato de Periodistas de Andalucía con
Julio Anguita Parrado al crear el premio de periodismo que lleva su nombre, y
que el
próximo 7 de abril se entregará en Córdoba al colectivo mexicano Periodistas de a pie.
La pornografía emocional es una lacra con
la que convivimos a diario través del periodismo sensacionalista con
consecuencias catastróficas. Estos días el
libro Ataque al Imperio, de Nick Davis, nos recuerda hasta donde puede
llegar la prensa cuando trata de alimentar la máquina de la carroña. Estos días
ha habido hambre de carroña en la prensa planetaria. Mi único deseo es que al
menos dentro de un año, cuando llegue el aniversario de la catástrofe del avión
de Germanwings, todas esas familias puedan llorar a sus muertos en privado. Y
ningún redactor jefe le pida a un becario: “Busca a los familiares y habla con
ellos”. Le haríamos un gran favor a nuestra profesión. Y al ser humano.
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