[Reproduzco aquí mi quinta columna para Cosmópolis, mi serie de opinión en CTXT, publicada el 24 de febrero. Aquí link al artículo original. ]
Es una palabra que está de moda pero
cuando la escuché por primera vez ‘gentrificación’ sólo se utilizaba en países
anglosajones. Claro que estoy hablando de aproximadamente hace quince años,
cuando España aún no había empezado a experimentar los efectos de este virus
que no sólo ya ha sido el culpable de la muerte de varios
barrios insignes de Madrid, Barcelona y otras ciudades si no que recorre
las arterias de docenas de urbes del planeta donde el ladrillo y quienes
especulan con él han adquirido tanto poder que este palabra que viene del
inglés, que aún no está incluida en el diccionario de la RAE y para la que
nadie ha encontrado una traducción apropiada - ¿aburguesamiento? ¿elitización?-
es el pan nuestro de cada día.
Igual que las armas de destrucción masiva
que (no) había en Irak tenían efectos colaterales, la gentrificación provoca, en
su etapa culminante, además de la disneylandización de los barrios que la
sufren y el desembarco de sospechosos vecinos de billetera rebosante que antaño
no se habrían atrevido ni a visitarlo sin bajarse de un taxi, la desaparición
de un grupo de seres que al ser expulsados de la geografía local alimentan involuntariamente
la construcción de un paisaje monocromático que convierte el siglo XXI en una
sucesión de ciudades casi idénticas. Sí, hablo de ‘los artistas’, esos que para
los nuevos inquilinos del centro sólo cuentan si firman cuadros de 30 millones
de libras – el último precio alcanzado en una subasta por una obra Gerhard
Richter- y para otros son el
alma que contribuye a que nuestras urbes sean un poquito menos aburridas.
¿Quién no hubiera querido pasearse por el
Soho neoyorquino de Gordon Matta Clark y comer en su
restaurante Food? ¿O escuchar un concierto en el Bowery
de Patti Smith y Los Ramones en Nueva York? ¿O incluso conocer el
Shoreditch de finales de los ochenta, cuando Damien Hirst aún no era una
celebridad sino un artista en ciernes que organizaba exposiciones locas en un
barrio del este de Londres que asustaba a los ciudadanos de buena familia? Es
cierto, no hay que ser inmovilistas ni nostálgicos en exceso pero cuando en vez
de punks en Camden o Chelsea tenemos a oligarcas rusos como Roman Abramovich invirtiendo
100 millones en una casa y cuando en vez del menú de artistas de Matta Clark
tenemos ‘wine bars’ tan sosos que dan ganas de liarse a romper botellas en su
interior a ver si alguien da muestras de sentir algún tipo de emoción, es que nuestras
ciudades han entrado en la espiral de ‘gentri-decadencia’.
Cuando una zona se degrada económicamente y el ayuntamiento la deja abandonada a su suerte, como le ocurrió a Shoreditch, aparecen los artistas a la caza de espacios baratos en los que desarrollar sus proyectos sin estar sometidos al látigo del casero explotador. Eso contribuye, por un lado, a construir una cuando menos extraña e interesante relación entre los artistas y los habitantes originales de un barrio y por otro a que florezca un ambiente comercial y de ocio más original, variada y asequible que la sucesión de Zaras, Gaps, Pret a Manger o McDonalds que hoy conforman los cimientos del paisaje de cientos de ciudades. Además se reduce la criminalidad, el barrio se lava la cara y el resto de la ciudad empieza a sentir curiosidad a la misma velocidad que a los propietarios les empieza a picar el bolsillo. El problema es que cuando ese barrio entra en el círculo de las llamadas ‘tendencias’ los alquileres se disparan y al final los artistas y sus grupos de teatro, sus galerías o sus centros culturales alternativos acaban desapareciendo y siendo sustituidos por supermercados caros y cafeterías de franquicia. Y sus lofts industriales dan paso a rascacielos de cristal.
Recientemente el dramaturgo británico
Simon Stephens lanzó
un grito de advertencia (desde Manchester) contra los abusivos precios del
mercado inmobiliario que se manejan en Londres. El precio
medio de un alquiler en la capital es de 1500 libras, en el resto del país es
la mitad. “La ciudad corre el riesgo de convertirse en una urbe bellísima y vacía.
Me preocupa el futuro de las artes en Londres. Se ha convertido en una ciudad
tan cara que es imposible desarrollar en ella una profesión creativa. De hecho
ya ha comenzado un éxodo de actores y directores hacia Edinburgo, Cardiff y
otras provincias”. Es decir, si el éxodo que provoca la gentrificación suele
empujar del centro de las ciudades hacia su extrarradio a los artistas, el paso
siguiente es expulsarles a unos cientos de kilómetros. Peckham, que fue
‘la siguiente frontera’ para los jóvenes creadores londinenses, ya ni
siquiera es asequible para muchos de ellos.
La gentrificación te obliga a hacerte
preguntas. ¿Qué ciudad queremos, la de los tomates orgánicos a diez euros el
kilo del supermercado de lujo o la del yonqui babeando en la esquina mientras
fuma crack? ¿Por qué hay que vivir en uno de los dos extremos? ¿No es posible
encontrar un punto medio? Me hago la pregunta desde un barrio periférico (y
absurdamente caro) de Londres, a 40 minutos de viaje del centro, donde vive gente
con recursos pero no lo bastante altos como para acceder a una vivienda en ese
centro donde se rifan los apartamentos entre millonarios y donde las calles, si
no fuera por el Big Ben, la National Gallery y algún que otro monumento
inconfundiblemente británico, parecen réplicas de las de París, Ginebra o Nueva
York.
Lo más curioso es que los políticos
continúan concibiendo la cultura como una sucesión interminable de museos y
centros de arte firmados por grandes arquitectos donde el concepto de cultura
se reduce a la exposición blockbuster con largas colas en la puerta.
Olympicópolis, en la antigua ciudad olímpica de Londres, es el siguiente
megaproyecto de este tipo. Centros de arte, universidades, todo grande y
con nombres muy sonoros. Pero se olvidan de que para crear cultura hay que
invertir en las personas que la producen y son parte de ella: los artistas. Si
son expulsados de las capitales del planeta, como parece estar ocurriendo a
escala global, esas ciudades mutarán definitivamente en parques temáticos
adónde iremos a pasar el día con cara de turista, admirando sus museos y sus auditorios
faraónicos pero donde no habrá más vida que la que los artistas pintaron sobre
un lienzo hace cientos de años.
No comments:
Post a Comment