
En mi jet lag transoceánico me da por pensar en las 35.000 personas que protestaron el sábado en Londres bajo el lema "empleo, justicia y protección del medio ambiente" para llamar la atención de los líderes del G20. Yo estaba en la misma ciudad a la misma hora, lejos de la calle, en un aeropuerto. Mientras me comía un English breakfast tan mal cocinado y tan caro como para indigestarme, descubrí en The Guardian cuatro páginas dedicadas a quienes han convocado a tomar las calles londinenses. Había párrafos alarmistas, del tipo, "correrá la sangre porque habrá muchos anarquistas" pero también había mini análisis de quienes son y qué quieren las organizaciones que han convocado a los ingleses a salir a la calle. La prensa rara vez describe las propuestas concretas de los manifestantes 'de izquierdas', no sé si porque no las hay o porque los periodistas no hacemos el esfuerzo en explicarlas. No sé la respuesta.
Mi propio periódico lleva el domingo todo un suplemento dedicado al G-20 en el que no hay espacio para escuchar lo que dicen 'las otras voces', las mismas que se dejaron oir en Seattle en 1999. Quién sabe cómo sonarán una década después, cuando la reunión arranque el día 1. Pero la decisión de organizarse y salir a la calle ya es en sí un acto político (demasiados años de gente en el sofá frente a la tele) que se merece algo más que el simple espacio-manifestación-folklore popular-. Si después alguien apedrea a un banquero simplemente estarán repitiendo el curso de la historia. Yo estuve a punto de apedrear al tipo que me vendió el desayuno: es un instinto natural, cabrearte con los estafadores. Lo malo es que cuando hay violecia el mensaje se distorsiona. Y en esa distorsión los principales cómplices somos los periodistas.